El mundo de los seres vivos es evanescente. Las energías que afectan a sus órganos sensoriales evocan las respuestas que les están asociadas, pero tan luego como esto sucede y desaparece el estímulo que generó la reacción, el comportamiento se modifica por la presencia de un estímulo distinto, que a su vez origina otro tipo de respuesta. Por otra parte, ese mundo está circunscrito por el tipo de receptores con los que cuenta un determinado organismo. Si, por ejemplo, nos imaginamos el mundo de un perro, nos percataríamos que está compuesto principalmente por olores, por estímulos sonoros, entre los que se cuentan algunos de alta frecuencia inaudibles para el ser humano, mientras que su visión está constituida sobre todo por movimientos y figuras acromáticas que carecen de los detalles presentes en el mundo visual humano.
Lo anteriormente dicho implica que los animales viven únicamente en el presente. Su futuro son anticipaciones mínimas producidas por los procesos de condicionamiento, es decir, por el hecho de que cuando dos estímulos afectan a dos diferentes modalidades sensoriales, precediendo uno al otro, el primero de esos estímulos llega a generar de manera anticipada la respuesta que se da al segundo. El experimento clásico de Pavlov así lo demostró cuando, al presentar un sonido antes de la entrega de comida, los animales, a la escucha de la resonancia, salivan.
Otro experimento clásico muestra la predominancia del presente en los animales. Se trata de los trabajos de Hess, consistentes en la estimulación eléctrica de una estructura cerebral, el hipotálamo, en el que encontró que cuando se pasaba una corriente eléctrica en algunas de sus áreas, se producía una reacción de agresividad que llamó de falsa furia, porque se mantenía sólo durante el tiempo en el que se daba la estimulación. Cuando ésta cesaba, el animal pasaba a un estado completamente distinto al de la manifestación de todos los signos agresivos que aparecen en estos animales cuando muestran su disposición a atacar, o sea bisbiseo, erizamiento de los pelos, presentación de dientes y garras. Suspendida la estimulación, los gatos volvían a mostrarse pacíficos. Su reacción sólo ocurría estando presente el estímulo que la generaba. No debe sorprendernos lo anterior, e incluso podemos decir que el término de falsa furia es equivocado. Si observamos a un niño pequeño que sufre una caída, veremos que reacciona de la misma manera. Llora por el golpe recibido pero si se le ofrece un dulce, inmediatamente sonríe, aún antes de enjugar sus lágrimas. Vive sólo la inmediatez del momento.
¿Qué es lo que hace que los seres humanos construyan el futuro y mantengan el pasado? Lleva a ese logro un nuevo conjunto de respuestas aprendidas en el seno de los grupos sociales. Tales conductas son las del lenguaje. Con la palabra que designa a un estímulo éste puede retenerse, pues cada vez que esa palabra se pronuncia puede evocarse de nuevo el estímulo, aun cuando ya no esté presente en el entorno. Se hace factible, así, volverse al pasado. Los animales no humanos no rememoran, sólo reconocen un estímulo frente a los anuncios de su aparición. Si el estímulo previamente les hizo daño, lo evitan. Los seres humanos se acuerdan de los acontecimientos, sean deplorables o felices, pueden recordarlos aunque ahora les causen pena, o para que les susciten otra vez alegría. Con la palabra también se planea el futuro, se crean mundos posibles. En las obras de ficción esos mundos posibles pueden incluso no tener ubicación. Igualmente la palabra modifica el presente.
Hace ya varias décadas dos lingüistas, Edward Sapir y Benjamin Whorf, plantearon que el lenguaje juega un papel muy importante en la construcción de nuestra realidad. El mundo que percibimos está determinado por nuestro lenguaje. Así como cada especie animal vive en un mundo diferente en función del tipo de receptores con los que cuenta, cada lengua construye una realidad distinta para sus hablantes. El ejemplo más socorrido en este caso es el del gran número de términos para designar a la nieve que tienen los esquimales, que les hace ver sus diferentes tipos, siendo que para quienes habitan otras latitudes y tienen un léxico aprendido para designar los aspectos más relevantes del medio en el que viven, la vista de una planicie nevada no les permite ver los distintos tipos de consistencia que la nieve tiene. Estos dos autores han sido muy criticados por su propuesta, pero últimamente sus planteamientos han sido objeto de nuevas revalorizaciones.
Todo lo anterior viene a cuento por la contingencia sanitaria que recientemente se vivió en nuestro país, particularmente en la ciudad de México, y por sus repercusiones en distintos ámbitos, tanto en la propia ciudad capital, que fue la más afectada, como en otras partes de la república y en el extranjero. Se llamó primero a la enfermedad influenza estacional, pero el que haya aparecido fuera de las épocas en que generalmente se presenta empezó a causar extrañeza. El nombre de influenza estacional motivó un conjunto de conductas particulares. No permitió avizorarla como peligrosa. Ese término sólo colocó a los especialistas en el presente. Al aumentar su incidencia, el término llevó a que se retrotrajeran al pasado y originó las primeras preocupaciones. Después, se descubrió que se trataba de un virus mutante transmitido por el contacto con cerdos. El nombre acuñado entonces fue el de influenza porcina. Dicha designación ocasionó nuevo tipo de conductas. El término de influenza estacional sólo provocaba, a lo sumo, no entrar en contacto demasiado cercano con un individuo afectado. Pero al modificarse el término, generó que también se evitara el consumo de la carne de cerdo.
A partir de ese momento y por sólo la acción del lenguaje, se empezaron a desencadenar una serie de repercusiones económicas. Matanzas de cerdos, pérdidas en la industria porcícola y presiones que llevaron a que se buscara modificar el apelativo y ahora llamarla influenza humana. Otros términos propuestos provocaron rechazos: influenza mexicana, influenza de norteamérica, etcétera. Lo de influenza mexicana hirió el supuesto "patriotismo acendrado" de nuestros gobernantes, pues en otros países condujo a que se cancelaran los vuelos provenientes de México y que a nuestros connacionales se les impusieran medidas restrictivas. Se llegaron a presentar hasta incidentes diplomáticos. Las compañías de aviación protestaron por las daños económicos sufridos, y finalmente se llegó a lo que debería ser el nombre neutro que se acostumbra en ciencia, ajeno a las connotaciones que para el hablante común y corriente su uso puede tener. Simplemente se le llamó influenza A/H1N1, que sólo se refiere a los aspectos genómicos.
Debe señalarse además que los problemas de lenguaje no sólo quedaron en la parte designativa, sino también en los usos del discurso, resultado de una imprevisión que se debe a una política de desdén para la ciencia que ha caracterizado a los últimos regímenes presidenciales. Ante la falta de datos, ante la ausencia de equipamiento para determinar las características del virus, tuvo que emplearse y es comprensible, un lenguaje falto de exactitud y en algunos casos contradictorio. Todo eso llevó a la elaboración de explicaciones populares sobre presuntas conjuras, a incredulidad y a temores infundados.
Por todo lo anterior, se hace necesaria una reflexión profunda sobre esta experiencia para que en un futuro estemos preparados desde el punto de vista de la infraestructura necesaria para atender toda clase de contingencias. La principal es la de nuestra situación crítica en lo que se refiere al abandono de la ciencia y a la necesidad como se ve, por algunas de las líneas planteadas en este artículo, de conjuntar en la atención a los problemas que debemos enfrentar, no sólo los aspectos técnicos de las ciencias naturales, sino también los avances de las ciencias sociales.
*Miembro del Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia de la República (CCC)
*Director General del Consejo Veracruzano de Ciencia y Tecnología (COVECyT) consejo_consultivo_de_ciencias@ccc.gob.mx |
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